Los israelitas estuvieron en el desierto durante 40 años y no supieron ser sumisos, ni dependientes. ¿Ha aprendido usted esta lección? ¿No hemos vivido, algunos de nosotros, 30, 40, 50, 60, 70, quizás incluso 80 años, sin aprender lo que es la dependencia y la sumisión? Consideremos este punto: Cristo comenzó su historia aprendiéndola como Hombre, y esa es la diferencia entre él y nosotros. Necesitamos 40, 50, 60 u 80 años, según sea el caso, y no logramos ser perfeccionados en esta lección. El Señor comienza con esto. Que nuestros corazones no pierdan la comprensión de quién era él, quien aceptó hacerse verdaderamente Hombre, siendo verdaderamente Dios, siendo perfecto en las mismas cosas en las que nosotros fallamos.
Obviamente, la distancia entre nosotros y Cristo es infinita, y por eso es un inmenso consuelo para el corazón saber que Dios ha hallado todo lo que su corazón deseaba en un solo Hombre. Aunque no hayamos presentado esto a Dios, él lo ha hallado en la perfección que Cristo manifestó. Su Dios y Padre halló en Aquel bendito todo lo que su corazón deseaba hallar en un hombre. Ese bendito, en su perfecta dependencia y sumisión, es puesto ante nosotros como el ejemplo de lo que, en su gracia y por su Espíritu, Dios quiere que seamos.
El Señor nos da la oportunidad de usar el desierto para alcanzar ese propósito; esta tierra no solo es el lugar donde enfrentamos dificultades y nuestras pruebas nos son atenuadas y suavizadas, sino que también es la misma escuela en la que Dios busca perfeccionar su propia creación en nosotros. Es una bendición maravillosa comprender que Dios está llevando a cabo su creación en nosotros, y que puede hacer que las circunstancias difíciles -las espinas, las zarzas, las penas, los dolores y las cargas del camino- operen para el cumplimiento de su propósito en nosotros. Es algo magnífico cuando, a través del Espíritu de Dios, nuestros corazones se llenan de este pensamiento, en medio de las diversas circunstancias por las que él nos hace pasar.