En israelita que se había contaminado no debía comer del sacrificio de paz. Si hubiera comido de ella antes de que su impureza fuera juzgada y borrada según las enseñanzas de las Escrituras, entonces habría caído bajo el más severo juicio de Dios: sería cortado de entre su pueblo.
Si examinamos la comunión tal como la enseñó el apóstol Pablo en el Nuevo Testamento, encontramos que “muchos” creyentes habían sido objeto de la disciplina del Señor: estaban enfermos o incluso habían muerto, pues no se habían juzgado a sí mismos en cuanto a su andar y condición antes de participar en la Cena del Señor. Por eso leemos: “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen” (1 Co. 11:30). ¿Cómo es posible tener comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, y unos con otros, mientras caminamos descuidadamente y sin juzgarnos delante de Dios?
Un israelita no tenía que examinarse a sí mismo para saber si era o no israelita, ya que lo era de nacimiento; de igual forma no se trata de comprobar si somos hijos de Dios, ya que eso quedó solucionado cuando nacimos de nuevo. Sin embargo, así como el israelita era considerado inmundo y debía purificarse antes de comer el sacrificio de paz, nosotros debemos hacer lo mismo cuando nos acercamos a la mesa del Señor. Qué precioso saber que hemos sido perfeccionados para siempre por la ofrenda de Cristo y que, si pecamos, ya no se trata de un asunto de condenación eterna, sino de comunión. A través de la intercesión del Señor Jesús, y la obra de su Palabra y Espíritu en nuestras almas, somos llevados a humillarnos ante él confesando nuestra culpa; entonces, siendo lavados por su Palabra, nuestra comunión está restaurada con Aquel que es el Santo y Verdadero (Ap. 3:7).