Samuel había ungido a David, y el Espíritu del Señor había venido sobre él, pero al poco tiempo David tuvo que refugiarse en la cueva de Adulam. Allí “se juntaron con él todos los afligidos, y todo el que estaba endeudado, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu, y fue hecho jefe de ellos” (1 S. 22:2) -convirtiéndose así en una hermosa figura del Señor Jesús, el líder de nuestra salvación (He. 2:10).
Pero, a diferencia de lo que hizo nuestro Señor, David se extravió en el camino. Perseguido por Saúl, dijo en su corazón: “Lo mejor para mí es huir a la tierra de los filisteos” (1 S. 27:1 NBLA). Ciertamente, vemos en esta reflexión un reflejo de nuestra tendencia al desánimo más que una señal de dependencia en Dios. Pero ¡qué deshonra para el Señor ver al futuro rey de Israel llevar a sus compañeros a territorio enemigo (vv. 8-12)! El decaimiento de corazón conduce al decaimiento en el andar práctico.
Dios entonces ejerció su disciplina. Tras una de sus incursiones, David y sus hombres regresaron a Siclag y se encontraron con que los amalecitas habían quemado la ciudad y, lo que es peor, sus mujeres, hijos e hijas fueron llevados cautivos. Entonces alzaron la voz y lloraron -el pecado tiene consecuencias amargas que a menudo afectan a nuestros seres queridos, así como a nosotros mismos. David se había convertido en una carga más que en un líder para sus compañeros, quienes hablaban de apedrearlo. ¿Qué debía hacer? En primer lugar, se afligió profundamente por el efecto que causó su pecado en sus amigos. Sí, “la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento” (2 Co. 7:10). Sin ella no puede haber restauración. Entonces “David se fortaleció en Jehová su Dios” (v. 6). Volvió a su punto de partida, dándose cuenta de que se había desanimado en lugar de confiar en su Dios. Finalmente, “consultó a Jehová” y obedeció. Y pudo ver cómo se cumplió la promesa del Señor: “De cierto… rescatarás a todos” (v. 8 NBLA).