¡Qué pregunta! “¿No tienes cuidado?”. ¡Cuánto debió de herir el sensible corazón del Señor! ¿Podían pensar que era indiferente a su angustia en medio del peligro? ¡Cuán completamente habían perdido de vista su amor por no decir su poder cuando se atrevieron a decirle estas palabras: “¿No tienes cuidado?”!
Y, sin embargo, esta escena ¿no es un espejo que refleja nuestra propia miseria? Ciertamente. Cuántas veces, en momentos de dificultad y prueba, nuestros corazones -si bien no lo expresan nuestros labios- formulan esta pregunta: “¿No tienes cuidado?”. Quizá estemos en un lecho de enfermedad y dolor, sabemos que bastaría una sola palabra del Dios Todopoderoso para curar el mal y levantarnos; y, sin embargo, esta palabra no se dice. O quizá tengamos dificultades económicas; sabemos que “el oro y la plata, y los millares de animales en los collados” son de Dios, que incluso los tesoros del universo están en su mano; sin embargo, pasan los días y nuestras necesidades no son satisfechas. En una palabra, pasamos por aguas profundas de un modo u otro; la tempestad se desata, una ola tras otra golpea con ímpetu nuestra frágil embarcación, nos hallamos en el límite de nuestros recursos, no sabemos qué más hacer y nuestros corazones se sienten a menudo prestos a dirigir al Señor la terrible pregunta: “¿No tienes cuidado?”. Este pensamiento es profundamente humillante. La simple idea de entristecer el corazón lleno de amor de Jesús por nuestra incredulidad y desconfianza, debería llenarnos de profunda contrición.
Además, ¡qué absurda es la incredulidad! ¿Cómo Aquel que dio su vida por nosotros, que dejó su gloria y descendió a este mundo de pena y miseria, donde sufrió una muerte ignominiosa para librarnos de la ira eterna, podría alguna vez no tener cuidado de nosotros? ¿y qué pasó al final? La tempestad fue reducida al silencio, y el mar se allanó como un espejo al oír la voz del que, antiguamente, llamó los mundos a la existencia.