Cristo aceptó ser ejecutado por los hombres, y de la manera más vergonzosa. La crucifixión era un modo de ejecución inventado por los romanos para expresar el desprecio con el que daban muerte a los bárbaros derrotados, clavándolos como si fueran alimañas. A este tipo de muerte fue entregado Jesús por los líderes de los judíos. Pero Pilato intervino, haciendo un título, colocándolo en la cruz con esta inscripción: “Jesús nazareno, rey de los judíos” (v. 19). Lo que hizo Pilato fue una verdadera provocación para los judíos. Lo habían forzado a condenar a Jesús y se desquitó declarando públicamente que este Jesús nazareno era el rey de los judíos. Esto era lo último que los judíos querían admitir, de ahí su protesta. Pero Pilato fue inflexible. Se negó a cambiar ni una coma y respondió secamente: “Lo que he escrito, he escrito”, una expresión que se ha vuelto casi proverbial.

En todo esto vemos la mano de Dios. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn. 1:14). Fue conocido por los hombres como Jesús nazareno, un título despectivo. Cuando entró en Jerusalén una semana antes, se dio testimonio de su gloria real, y si no hubiera sido así, como nos dice Lucas, las piedras lo habrían proclamado inmediatamente (Lc. 19:40). En el momento de su muerte, no se oyó ningún testimonio humano, sino simplemente este título escrito por Pilato, o por mandato suyo, el cual, por así decirlo, clamó, proclamando que Jesús nazareno, el despreciado, era en realidad el rey de los judíos. Es notable cómo el Señor mismo adoptó para sí este título despectivo de Nazareno. Cuando le habló a Saulo, cuando este iba camino a Damasco, se presentó como “Jesús el Nazareno” (Hch. 22:8 NBLA). Es un hecho sorprendente que Jesús nazareno esté en el cielo.

El título estaba escrito en las tres lenguas principales de la época. De esta forma, representativamente, se puede decir que todo el mundo estuvo involucrado en su muerte.