Jesús nunca dijo una palabra dura o severa sin necesidad. Tenía una simpatía divina por las debilidades y vínculos frágiles de la naturaleza probada y tentada que había en los demás. Perdonaba a los ignorantes y animaba a los débiles; era amable con los arrepentidos y mostraba amor a todos. Y, sin embargo, ¡con qué constancia condenó el pecado! Vemos, por ejemplo, cómo reprendió a los fariseos, desenmascarando su corrupción e hipocresía. No actuó de forma diferente con sus propios discípulos; cuando era necesario reprenderlos, lo hacía a veces con palabras contundentes (Mt. 16:23), y a veces con una mirada silenciosa (Lc. 22:60, 61); pero “fieles son las heridas del que ama” (Pr. 27:6).
¿Tiene usted celo para repeler el mal, y sentir una afrenta a Cristo como si fuera dirigida a usted mismo? La reprimenda adecuada requiere una gran prudencia y discreción cristiana. No debemos tratar de recuperar a un hermano errante exponiendo desconsideradamente sus faltas, pero tampoco debemos comprometer la fidelidad o, en nombre del amor, hacer vista gorda del pecado. ¡Cuántas veces una reprimenda oportuna, una fiel advertencia, ha librado a alguien de una vida de pecado y dolor!
Asegúrese de no actuar espiritualmente como un cobarde. Si está tentado a hacerlo, pregúntese: “¿Qué habría hecho Jesús? ¿Habría tolerado que no se reprendieran las groserías, que no se reprendieran las mentiras o que se toleraran tácitamente las calumnias contra otra persona?” ¡No! Habla con suavidad, pero con justicia: sé compasivo, misericordioso y amigable (1 P. 3:8). “La palabra a su tiempo, ¡cuán buena es!” (Pr. 15:23).