Jesús fue sin duda un Hombre de oración. El Espíritu Santo había sido derramado sobre él, y sin embargo oraba. Él era la misma sabiduría encarnada, no necesitó que nadie le enseñara; poseía infinito poder y recursos ilimitados y, a pesar de esto, ¡él oraba! A menudo pasaba noches enteras en oración. Todos sus hechos públicos estuvieron acompañados por la oración: su bautismo, su gloriosa transfiguración en el monte, sus milagros, su sufrimiento en Getsemaní y su muerte en la cruz. ¡Incluso expiró en oración (cf. Lc. 23:46)!
¿Se siente usted abatido, siente que su fe está menos viva, que su amor se ha enfriado? Quizás no ha visitado lo suficiente su cuarto de oración. ¡Se ha privado de los tesoros que están ahí guardados porque ha dejado que la llave se oxide! Sin la oración, uno es como un peregrino sin su bastón, un marinero sin su brújula o un soldado sin su arma. En la tierra, compartir con personas ilustradas logra impartir un carácter ilustrado; de esta manera, y en un sentido mucho más profundo, la comunión con Dios nos transformará a su semejanza (véase 2 Co. 3:18). Haga que cada acontecimiento de su vida sea un motivo para acudir nuevamente a él. Si tiene una tarea difícil que realizar, llévela a él en oración. Si se siente abrumado cuando piensa en una prueba por la que debe pasar, imite a Cristo y apártese a orar.
Deje que la oración consagre todo lo que hay en su vida: tiempo, talentos, objetivos, compromisos, alegrías, preocupaciones, cargas pesadas y pérdidas. La oración suavizará los caminos ásperos; endulzará las amargas pruebas; santificará y purificará sus deleites; y lo transformará en un instrumento útil en las manos del Maestro.