Las divisiones de capítulos y versículos en nuestras Biblias son un método humano para orientarse en la lectura de la Palabra. Sin embargo, es notable que Isaías tenga el mismo número de capítulos que libros tiene la Biblia, 66, y que la segunda parte de la profecía, que describe los caminos morales de Dios con su pueblo, comience en el capítulo 40, al igual que la revelación de Dios en el Nuevo Testamento comienza con el cuadragésimo libro de la Biblia: El Evangelio según Mateo.
Por supuesto, los sufrimientos expiatorios del Señor Jesús por el pecado, nuestro pecado, y su muerte, son el centro mismo del Nuevo Testamento. Sin ellos, Dios no podría ser justo y justificar al pecador (Ro. 3:26); Pablo no podría señalar a Jesús nuestro Señor y referirse a él como “entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Ro. 4:25). A pesar de toda la gracia de Dios, y de toda la fe que podamos poseer, sin su sangre derramada no podríamos tener “paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro. 5:1, 9). Alabado sea Dios: la gracia, la sangre y la fe forman un cordón de tres dobleces (Ec. 4:12).
El Señor Jesús por “el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (He. 9:14). En el huerto de Getsemaní, él oró al Padre, diciendo: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22:42). Se levantó y fue al lugar del sacrificio, y allí, durante las tres horas de tinieblas, cayó sobre él toda la fuerza del juicio divino. Desamparado por Dios y sin consuelo humano, sufrió hasta la muerte por nuestra desobediencia, siendo molido por la perversidad y la depravación de nuestras acciones. Alabado sea Dios por todas y cada una de las personas que han mirado con fe al Salvador colgado en la cruz, poniendo su nombre en las partes en que Isaías dice “nuestro” y “nosotros”. Como resultado, los tales tienen la seguridad de la salvación, pues él declaró: “Consumado es” (Jn. 19:30).