El “malvado Amán” fue colgado en la horca que él mismo había preparado para Mardoqueo. Pero el decreto asesino de Amán seguía en vigor, pues las leyes del imperio persa no podían anularse ni cambiarse. Dios nos dice que el cielo y la tierra pasarán, pero su Palabra permanecerá para siempre (Sal. 119:89). Cuando alguien trata de ocupar el lugar de Dios, dictaminando que lo que ha decidido no puede cambiarse, está condenado a la ruina y al fracaso.
Con lágrimas, Ester le rogó al rey que revocara las cartas que Amán había enviado en contra de los judíos. El rey no podía revocar un edicto promulgado en su nombre, pero les dio permiso a hacer lo siguiente: escribir nuevas cartas “como bien os pareciere”, sellarlas con su anillo y enviarlas en su nombre a todo el imperio. Lo cual hicieron. Estas cartas autorizaban a los judíos a defender sus vidas, esposas e hijos, y a saquear las propiedades de sus enemigos, el mismo día en que estaba prevista su propia destrucción.
Así, Dios, cuyo nombre no se menciona abiertamente en este libro, actuó de forma maravillosa para proteger a su pueblo terrenal. En Zacarías 2:8, Dios le hace saber a las naciones que saquean a su pueblo que quien toca a Israel “toca a la niña de su ojo”. A pesar de toda la infidelidad de los hijos de Israel, el amor de Dios por ellos nunca ha cambiado. Al ver cómo ha cuidado de su pueblo, ¿dudaríamos de su fiel cuidado por los cristianos de hoy en día? Somos su pueblo celestial, por el que Cristo “se dio a sí mismo” (Tit. 2:14). Él mismo ha dicho: “No te desampararé, ni te dejaré” (He. 13:5).