Nabucodonosor, rey de Babilonia, hizo erigir una gran estatua de oro y ordenó a todos sus súbditos inclinarse ante ella. Pero tres jóvenes judíos, deportados a Babilonia, desobedecieron valientemente la orden real, pues solo querían adorar al Dios verdadero. Furioso, el rey amenazó con arrojarlos al horno ardiente, si persistían en su desobediencia. La respuesta de los jóvenes fue contundente y llena de confianza.
– “Dios puede…”. Ellos no dudaron de que Dios podía librarlos, pero no sabían si era su voluntad hacerlo. Sin embargo, estaban seguros de que el Dios al que servían los libraría de la maldad de ese rey impío.
– “Y si no…”. Si Dios no consideraba oportuno evitarles la prueba, estaban preparados. Su decisión estaba tomada, serían fieles a su Dios.
Y Dios permitió que fuesen arrojados a un horno calentado al máximo, siete veces más de lo habitual. Pero Dios honró su fe y no los abandonó. No los libró del horno, sino del fuego que ardía dentro del horno. La presencia de Dios los acompañó en medio del fuego, por lo que no se quemaron. El rey fue testigo de ello y se sometió al poder de Dios.
Como cristianos no siempre sabemos si la voluntad de Dios es librarnos de ciertas pruebas. A veces los «hornos» son necesarios en nuestra vida, para la gloria de Dios, pero podemos estar seguros de que nuestro Dios estará a nuestro lado en la prueba, y la gloria será suya (1 Pedro 1:6-7).
Números 20 – Lucas 2:1-20 – Salmo 81:1-10 – Proverbios 19:5-6