Después de haber predicado la Palabra en toda la isla de Chipre, Pablo y Bernabé llegaron a la zona geográfica hoy conocida como Turquía. Mientras viajaban de un lugar a otro presentando el Evangelio, el plan consistía en ir “al judío primeramente, y también al griego” (Ro. 1:16). Es por eso que, cuando llegaron a Antioquía de Pisidia, estos dos siervos de Dios comenzaron su ministerio en la sinagoga judía en un día de reposo.
Allí escucharon la lectura habitual de la Ley y los Profetas. Nosotros también debemos tener respeto por la Palabra de Dios, donde sea que la escuchemos o la veamos escrita. Los judíos tenían la costumbre de darle la oportunidad de dirigirse a la congregación a los judíos que estuvieran de visita en la sinagoga. Obviamente, estos dos hermanos conocían la costumbre. El deseo constante de Pablo era predicar a Cristo. Entonces, cuando se les ofreció la oportunidad de presentar una palabra de exhortación, Pablo no lo dudó ni por un segundo. Con tacto, pero con franqueza, les presentó a Cristo. Se basó en el conocimiento y el orgullo de sus oyentes en su historia como el pueblo escogido por Dios. Fundamentó sus palabras de exhortación en las Escrituras que sus oyentes conocían muy bien. Luego los invitó a elegir: aceptar a Aquel por quien Dios concede el perdón de los pecados y la justificación que la Ley no podía dar, o despreciar a Cristo y perecer bajo el juicio de Dios.
¿Hasta qué punto estamos dispuestos a buscar y aprovechar las oportunidades para presentar a Cristo? ¿Conocemos la Escritura lo suficientemente bien como para citarla sabiamente como fundamento de lo que decimos? Presentar el Evangelio de Cristo es el mayor estímulo que podemos dar, la exhortación más solemne que podemos presentar.