Lucas resalta el hecho de que Jesús sigue siendo la misma Persona después de su resurrección. Unos versículos más atrás, menciona que Cleofas y su compañero no lo reconocieron porque sus ojos “estaban velados, para que no le conociesen” (v. 16). Pero aquí, en el aposento alto, los discípulos lo vieron claramente y se sorprendieron al ver entre ellos a Aquel que conocían tan bien (véase 1 Jn. 1:1). La falta de fe en sus palabras los había dejado desprevenidos para este momento, el cual debería haber llenado sus corazones de alegría
Es maravilloso ver la gracia del Señor aquí. Después de darles su paz, él se dedicó a tranquilizar la inquietud de sus pensamientos. A diferencia de Jacob, cuya voz lo delató cuando engañó a su padre Isaac, vistiéndose “con las pieles de los cabritos” (Gn. 27:16, 22), las palabras de nuestro Señor confirman que realmente es él: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy” (v. 39). Él es el mismo que fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8).
Mientras los discípulos se encontraban llenos de gozo y asombro por la presencia de Jesús entre ellos, él les pidió algo de comer. Qué maravilloso debió ser para los once ver a su Señor, con quien se habían sentado a la mesa en la víspera de su muerte (Lc. 22:14), nuevamente comiendo ante ellos ahora que ha resucitado. Sin embargo, Lucas menciona que él “comió delante de ellos” (v. 43), lo cual implica un cambio, como él mismo les explicó: ahora el Evangelio iba a ser predicado en su nombre, ellos serían sus testigos y recibirán la promesa del Padre (v. 49). Aunque solo tienen un poco de pescado y miel para ofrecerle (v. 42), él acepta amablemente su modesta ofrenda y les da mucho más: la promesa del Padre y el privilegio de verlo ascender al cielo (v. 51). Estas cosas son ciertas en nosotros cuando tenemos al Señor Jesús presente en nuestras vidas.