El día de reposo era una señal de la relación de Dios con el pueblo de Israel (Éx. 31:13). A los judíos les molestaba ver a un hombre llevando su cama en ese día porque desafiaba el orden religioso en el que ellos descansaban (vv. 9-10). A pesar de su enojo, el Señor Jesús les revela un secreto maravilloso: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (v. 17). Esto los indignó, pero no por el hecho de que Dios trabaje en el día de reposo debido al pecado del hombre, lo cual invalidaría el día de reposo. Lo que les enfurece es que Jesús se describa a sí mismo como Hijo de Dios, haciéndose igual a Dios, lo cual dedujeron correctamente de sus palabras, porque así es como el Espíritu Santo nos lo confirma. Como resultado, rechazaron el testimonio de que Dios está presente en la persona del Hijo, y que busca traer el reposo que aún queda para el pueblo de Dios (He. 4:6-9).
Nuestro Señor bondadosamente afirma que él actúa en perfecta armonía con su Padre, porque las personas de la Deidad son una en esencia, propósito y actividad. Todo lo que el Padre hace, el Hijo también lo hace. Quizás las ideas de ver y mostrar en estos versículos reflejen el hecho de que él vino a este mundo como Hombre. Sin embargo, la verdad es siempre la misma: todo lo que el Padre hace, el Hijo lo hace de la misma manera.
Lo que los judíos rechazaron, nosotros nos regocijamos en recibirlo. Hemos recibido un verdadero reposo en cada aspecto de nuestra vida: nuestra conciencia, nuestras circunstancias y, en última instancia, nuestra relación con la creación. El Hijo y el Padre, perfectos en todos los gloriosos atributos divinos, se deleitan mutuamente y comparten ese deleite con nosotros. ¡Qué bendecidos somos de vivir después de la cruz, con el Espíritu Santo morando en nuestros corazones y toda la Palabra de Dios en nuestras manos para guiarnos y fortalecernos!