Llegará un día en el que el cielo confirmará triunfalmente la feliz culminación de los caminos de Dios para con el hombre. Hoy, los cristianos, que antes éramos rebeldes por naturaleza, podemos decir que él nos “reconcilió consigo mismo por Cristo” (2 Co. 5:18). Todo depende de la obra de Jesús en la cruz, pero también es verdad que toda la Deidad se ha involucrado en el poderoso y maravilloso propósito de llevarnos a Dios.
Individualmente, aquellos de nosotros que creemos en el Señor Jesús, confesamos al “Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20). Colectivamente, confesamos que “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros” (Ef. 5:2). Como miembros de su Cuerpo, confesamos que “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5:25). En el futuro, él presentará a su Iglesia ante sí mismo, “gloriosa”, sin mancha “ni arruga ni cosa semejante”, sino santa sin mancha (Ef. 5:27). Antes de que esto suceda, “el Señor mismo… descenderá del cielo” (1 Ts. 4:16) y nos encontraremos con él en el aire.
También les dijo a sus discípulos: “El Padre mismo os ama” (Jn. 16:27). Es maravilloso que podamos llamar: Padre, a su Padre (Jn. 20:17) y disfrutar de su amor porque nosotros, al igual que los discípulos, amamos a su Hijo y creemos que él salió de Dios (Jn. 16:27).
Y aunque en este momento el Hijo está intercediendo por nosotros en el cielo, el Espíritu Santo también “nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Ro. 8:26). El Espíritu Santo es “otro Consolador”, el cual nos ayuda en la tierra (Jn. 14:16). ¡Qué bendición ser receptores del amor personal y variado, del cuidado y el interés del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!