Un último estado de cosas caracteriza a la cristiandad. Hoy reconocemos sus rasgos: satisfacción de sí misma, indiferente tibieza, pretensiones religiosas de poseerlo todo y saberlo todo (Dt. 8:17; Os. 12:8). “De ninguna cosa tengo necesidad”: es lo que parecen decir también los creyentes que descuidan la oración.
A Laodicea le faltan tres cosas capitales: el oro, es decir, la verdadera justicia según Dios; las vestiduras blancas, a saber, el testimonio práctico que resulta de ella y un colirio, es decir, el discernimiento que da el Espíritu Santo. ¡Pero aún no es demasiado tarde para que el que tiene oídos, oiga! El Señor da sucesivamente un consejo: que cada cual se apresure a adquirir de él lo que le falta (Mt. 25:3); un aliento: a los que él ama, Cristo reprende y castiga; una exhortación a ser celoso y arrepentirse; una promesa que no tiene precio: la del versículo 20. A los que hayan recibido a Cristo en su corazón, él, a su vez, los recibirá en el cielo, en su trono (v. 21).
Queridos amigos, es el fin de la historia de la Iglesia en la tierra. Pero, por grande que sea la decadencia, la presencia del Señor aún puede ser comprobada. Ella hace arder el corazón con un indecible gozo, como lo experimentaron los dos discípulos cierta tarde, cuando Jesús entró para quedarse con ellos (Lc. 24:29).