Es maravilloso meditar en los pensamientos del Señor acerca de su pueblo, en su compasión y amor compasivo. Él se regocija en su esposa y habla de su belleza y encanto. Pero ¿cómo puede encontrar algo en nosotros que le deleite? Aunque no sea por nuestra propia bondad, él encuentra en nosotros aquello que es el gozo y el regocijo de su corazón, y se trata de lo que él mismo ha depositado en nosotros.
Encontramos en Cristo lo que nos satisface, y él encuentra en su Esposa, la Iglesia, aquello que alegra su corazón. Puede que pensemos que esto sucederá cuando él nos haya presentado a sí mismo como una Iglesia gloriosa, “sin mancha ni arruga ni cosa semejante” (Ef. 5:27). Sin duda que, en ese momento, la Iglesia será santa y sin mancha, pero ese no es el momento al que apunta el pasaje de hoy. Ese día glorioso llegará muy pronto, pero lo que encontramos aquí es algo más maravilloso que lo que se mostrará entonces. Figurativamente, aquí vemos a Cristo deleitándose en nosotros (la Iglesia) durante nuestro andar por el desierto, en nuestro camino hacia la gloria. Él espera en el cielo, a la diestra del Padre, el día de las bodas del Cordero. Mientras él es la porción de nuestros corazones, él halla la alegría de su corazón en nosotros.
¿Reflexionamos en esto? ¿Creemos que somos causa de alegría para él? Podríamos decir que él ha capturado nuestro corazón, ¡pero este pasaje nos muestra que nosotros hemos “prendido” el suyo! ¡Qué maravilloso pensamiento! Él halla la alegría de su corazón en su Esposa, la Iglesia.