¿No hemos vivido todos momentos en los que, después de hablar, nos damos cuenta que deberíamos haber permanecido en silencio? Y, por otro lado, ¿no recordamos situaciones en las que guardamos silencio en lugar de dar testimonio para el Señor? Moisés, un fiel siervo de Dios, experimentó esto cuando los hijos de Israel “hicieron rebelar a su espíritu, y habló precipitadamente con sus labios” (Sal. 106:33). Es por eso que podemos hacer nuestra la oración de David: “Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios” (Sal. 141:3).
Sería demasiado simplista y bastante erróneo decir: «Mejor no voy a hablar más, así no diré nada malo», pues también hay un “tiempo de hablar”. Esto es cierto tanto en nuestras conversaciones con los creyentes como con los no creyentes. En lo que respecta al Evangelio, tenemos el bello ejemplo de los cuatro leprosos en 2 Reyes 7:9: “Luego se dijeron el uno al otro: No estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos; y si esperamos hasta el amanecer, nos alcanzará nuestra maldad. Vamos pues, ahora, entremos y demos la nueva en casa del rey”. ¡Era “tiempo de hablar”! Mientras que, en relación con el pueblo de Dios, también habrá situaciones en las que es tiempo de hablar la verdad de Dios para el bien de los creyentes. Ester es un ejemplo a seguir en cuanto a esto: “Porque si callas absolutamente en este tiempo… tú y la casa de tu padre pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?” (Est. 4:14). Al igual que la reina Ester, puede que “para esta hora” Dios nos ha colocado en esta época, y no debemos callar “en este tiempo”, sino proclamar la verdad de Dios.