Hay varias personas en la Escritura que tuvieron un encuentro con Dios y vieron su gloria. Esta experiencia tuvo un profundo efecto en sus vidas.
Cuando Moisés estuvo en presencia de Jehová, su rostro resplandeció, aunque él mismo no era consciente de ello (Éx. 34:29). Saulo, en el camino a Damasco, vio la gloria del Señor, y esto transformó su vida por completo, pasando de perseguidor de la Iglesia a seguidor de Cristo (Hch. 26:12-13). Ezequiel, al ver algo tan glorioso e indescriptible, se postró sobre su rostro (Ez. 1:28); y Daniel tuvo una experiencia similar (Dn. 10:4-9). Esteban, al ver el cielo abierto y al Señor de pie a la diestra de Dios, fue capaz de perdonar a quienes lo estaban apedreando. Pedro, que estuvo en el “monte santo” durante la transfiguración, quedó tan impresionado, que relató esta experiencia como algo que nunca olvidó (2 P. 1:17-19). Juan, el discípulo que se recostó cerca del pecho del Señor (Jn. 13:25), quedó tan impresionado por la gloria del Señor durante una visión en la isla de Patmos, que cayó como muerto (Ap. 1:17). Simeón, aquel hombre fiel que esperaba la consolación de Israel, adoró a Dios cuando vio a Jesús cuando era un bebé.
Cuando meditamos en el impacto que generó en las vidas de estas personas la contemplación de la gloria del Señor, podemos discernir tres características: adoración, humildad y consagración. Si realmente contemplamos al Señor, entonces veremos el mismo efecto en nuestras vidas. ¿Cómo no adorar a Aquel que es tan glorioso? ¿Cómo podemos mostrar orgullo en presencia de Aquel que es todo en todos, y que, sin embargo, se humilló a sí mismo hasta la muerte, y muerte de cruz? ¿Cómo no consagrarnos a Aquel que sí mismo se entregó por nosotros?