Como vemos aquí, el problema no yacía solamente en que los judíos no se relacionaban con los samaritanos, sino que los samaritanos, a su vez, no dudaban en tomar represalias contra los judíos. El Señor iba camino a Jerusalén, donde sufriría y moriría en manos de pecadores (judíos, samaritanos y gentiles) en el Calvario. Como se dirigía a Jerusalén, los samaritanos de esta aldea no lo recibieron.
Leemos entonces cuán violentos eran los sentimientos de los discípulos judíos. El Señor y sus discípulos habían sido insultados. Jacobo y Juan sintieron que debían vengar su honra. Con el fin de justificar sus sentimientos, citaron un ejemplo bíblico del Antiguo Testamento. En un contexto similar, Elías, al ser tratado irrespetuosamente, hizo descender fuego del cielo en dos ocasiones para consumir a 50 soldados junto a sus respectivos capitanes (2 R. 1:10-12). Estos “hijos del trueno” (Mr. 3:17) querían hacer lo mismo. Ahora bien, ¿acaso nosotros nunca hemos querido hacer lo mismo?
El resto del relato nos muestra cómo Cristo mostró su mansedumbre y dulzura. Él reprendió a sus discípulos. No se dieron cuenta del espíritu que estaban manifestando. Jesús iba camino al Calvario para dar su vida en rescate por muchos, ¡y ellos querían destruir a los habitantes de esta aldea! ¡Qué tremendo contraste hay entre nuestros pensamientos y los pensamientos de él, entre nuestros caminos y sus caminos! La Escritura continúa diciéndonos: “Y se fueron a otra aldea” (v. 56).
Hoy seguimos viviendo en un día de gracia. Dios es paciente y no quiere que nadie perezca. Procuremos parecernos más a él.