El evangelio según Juan nos presenta de forma muy especial a Jesús como el Hijo de Dios, el Verbo que descendió del cielo. El apóstol escribió: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria)” (Jn. 1:14). Sin embargo, en este evangelio también vemos cómo él vino a su propio pueblo, pero los suyos no lo recibieron (Jn. 1:11). En dos ocasiones tomaron piedras para apedrearlo (Jn. 8:59; 10:31). Insinuaron que había nacido de fornicación (Jn. 8:41), y en repetidas ocasiones lo acusaron estar endemoniado (Jn. 7:20; 10:20). Y aquí, en el capítulo 8, lanzaron el peor insulto que se les ocurrió en contra del Santo de Dios: ¡Lo llamaron samaritano endemoniado! ¡Qué horrible! ¡Cuán blasfemo era su odio! Evidentemente, llamarlo “samaritano” también formaba parte del insulto.
En Lucas 10, un intérprete de la Ley, queriendo justificarse, le preguntó al Señor Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” Él entonces le respondió con la historia de un hombre que, mientras descendía de Jerusalén a Jericó, “cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto” (v. 30). Un sacerdote y un levita lo vieron mientras pasaban por el camino, pero no se compadecieron de él y siguieron su viaje. Entonces se acercó a él un samaritano que también pasaba por ahí. Movido de compasión, “vendó sus heridas, echándoles aceite y vino”, lo puso en su cabalgadura y lo llevó a una posada. Allí lo cuidó y lo encomendó al posadero hasta que volviera. En esta historia, el samaritano representa al mismo Señor Jesús. Lo que para los judíos era un insulto, especialmente para sus líderes, él lo utilizó como un término para referirse a sí mismo. Qué grande es la gracia de nuestro bendito Señor. A la pregunta del intérprete de la Ley, Jesús respondió: “Ve, y haz tú lo mismo”. Debía seguir el ejemplo de aquel samaritano, cuyo nombre aquel intérprete de la Ley ni siquiera habría querido pronunciar.