¡Oh, qué maravillosas son las profundidades y alturas de la gracia divina! Conocimos sus profundidades cuando nos abrazó estando en nuestros delitos y pecados, expuestos a la ira de Dios; sus alturas las alcanzamos cuando nos llevó a Dios en Cristo para bendición eterna. La Escritura nos enseña claramente la realidad de esta transición: ya no estamos en Adán, sino en Cristo; ya no estamos en la carne, no somos del mundo y no estamos bajo la Ley, sino que somos bendecidos con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo (Ef. 1:3).
Sin embargo, hay una gran pregunta que debemos formularnos: ¿Hasta qué punto hemos recibido estas verdades en nuestros corazones? ¿Hasta qué punto hemos unido nuestra fe a la verdad de Dios acerca del poder de la obra de Cristo? Si no hemos recibido esta verdad, entonces intentaremos acercarnos a Dios con nuestros propios esfuerzos, pero siempre terminaremos decepcionados. Pero lo único que tenemos que hacer es darnos cuenta, con la sencillez de la fe, que Dios nos acepta por la obra de Cristo y que podemos acercarnos a él. Los que por fe se aferran a estas verdades puedan regocijarse y descansar en la presencia del Padre.
Pero, aunque el creyente no está en la carne, descubre con dolor que la carne está en él. A través de la humillación, aprende a decir: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Ro. 7:18). Todo creyente que se encuentra creciendo espiritualmente se enfrenta al mismo gran problema: posee una naturaleza pecaminosa (el orgullo, la voluntad propia y el deseo carnal), la cual está siempre dentro de él. Ni el tiempo ni las circunstancias pueden mejorar esta naturaleza: es irremediablemente malvada. Cuanto más tiempo nos ocupemos en esta vida que hemos heredado de Adán, más débiles seremos para resistirla, porque ocupa nuestros pensamientos, tomando el lugar del Señor Jesús, quien es el único que puede darnos la victoria.