Cuando corremos una carrera debemos mirar hacia adelante, con los ojos fijos en la meta. Para el creyente, esta meta es el Señor Jesucristo sentado a la diestra de Dios en la gloria. Él es la meta y el premio al mismo tiempo. Cualquier cosa que usurpe su lugar y atraiga nuestra atención obstaculizará nuestro progreso en gran manera. Mientras mantenemos nuestros ojos fijos en él, también debemos estar atentos al camino que pisan nuestros pies. El camino seguro es el que conduce directamente al Señor, y la gracia nos ayudará a enderezar nuestros caminos (Pr. 3:6).
Si miramos a la derecha, podemos encontrar cosas que apelan a la mente. Como cuando Satanás engañó a Eva para que pensara que desobedecer a Dios le proporcionaría los medios para alcanzar la sabiduría. Estas cosas parecen legítimas, y muchos ceden a estas tentaciones que apelan a nuestras facultades intelectuales. Tengamos cuidado y no sigamos esa dirección. Si miramos a la izquierda, podemos encontrar al enemigo mostrándonos los placeres y tesoros de esta vida, cosas que parecen aceptables y agradables a nuestros ojos. Ciertamente, el hijo de Dios debe rechazar también estas tentaciones. La mayoría de los creyentes son conscientes que las tentaciones que hay a la izquierda son peligrosas, pero frecuentemente no se dan cuenta de las peligrosas tentaciones que hay a la derecha.
También está el peligro de mirar hacia atrás para tratar de medir la distancia que me separa de otro corredor. Cuando Pedro le preguntó al Señor qué sucedería con Juan, él le respondió: “¿Qué a ti? Sígueme tú” (Jn. 21:22). En otras palabras, nuestros ojos deben estar fijos en el Señor Jesús. Nada ni nadie más debe atraer nuestra mirada. El apóstol escribió lo siguiente acerca de algunos que se caracterizaban por este defecto: “Pero ellos, midiéndose a sí mismos por sí mismos, y comparándose consigo mismos, no son juiciosos” (2 Co. 10:12).