Juan, el discípulo al que Jesús amaba, y Simón Pedro están muy unidos en las diversas escenas del Evangelio según Juan. Aquí, en la mañana de la resurrección, los vemos correr juntos hacia la tumba vacía, después de que María les anunciara que el cuerpo de Jesús ya no estaba allí. Habían ido juntos, pero el discípulo al que Jesús amaba “corrió más aprisa que Pedro, y llegó primero al sepulcro” (v. 4).
A modo de analogía, si vivimos como discípulos a los que el Señor ama, entonces tendremos las fuerzas para correr la “carrera” que tenemos por delante (He. 12:1). Cuando un cristiano no tiene plena seguridad en todo lo que Dios nos ha dado en Cristo, o si mira más bien a su propio andar para buscar la aprobación de Dios, dejando de lado la gracia de Dios, entonces se verá obstaculizado en su “carrera” y le faltarán las fuerzas para perseverar en ella.
Juan llegó primero al sepulcro vacío y miró adentro, pero se detuvo en la entrada. Pedro, en cambio, lo alcanzó y entró antes que Juan. Juan y Pedro tenían personalidades muy diferentes: Juan era reflexivo por naturaleza, mientras que Pedro era muy impulsivo; sin embargo, Dios los había reunido bajo el mismo yugo de comunión. ¡Qué precioso que el Señor se sirva de personas con caracteres tan diferentes! Al igual que en la creación, donde observamos variedad y complejidad, también vemos la misma diversidad en aquellos a los que él llama a caminar juntos en los vínculos de Cristo.
Los acontecimientos de aquella mañana de la resurrección, así como los días siguientes, traerían cambios radicales en la vida de estos dos amigos. Pedro, especialmente, estaba aprendiendo que si bien nuestro amor falla, el amor de Cristo nunca fallará, incluso en nuestros momentos más oscuros.