Es fácil comprender que hay un “tiempo de amar” para el cristiano. El amor es la prueba de la nueva vida en el creyente, como escribió Juan: “Sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (1 Jn. 3:14). En sus últimas palabras a sus discípulos en el aposento alto, el Señor les dio un nuevo mandamiento: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn. 13:34). El mandamiento de amar al prójimo no era algo nuevo, ya se encontraba en el Antiguo Testamento. Sin embargo, la medida del amor del creyente es nueva, y mucho más elevada: “Como yo os he amado”. El amor del Señor por los suyos es la medida de nuestro amor.
Cuando Juan escribió posteriormente sus Epístolas, el mandamiento ya no era algo “nuevo”. Por eso escribió: “Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros” (1 Jn. 3:11). En la Epístola de Juan, la expresión “desde el principio” hace referencia al tiempo en que el Señor estuvo en la tierra, cuando les dio este mandamiento a los suyos.
Pero ¿existe realmente un “tiempo de aborrecer” para un creyente? Echemos un vistazo a los siguientes pasajes del Nuevo Testamento: “Pero tienes esto, que aborreces las obras de los nicolaítas, las cuales yo también aborrezco” (Ap. 2:6); “A otros salvad, arrebatándolos del fuego; y de otros tened misericordia con temor, aborreciendo aun la ropa contaminada por su carne” (Jud. 23). Si leemos estos pasajes con atención, nos daremos cuenta que nunca estamos llamados a aborrecer a una persona -lo cual marca una diferencia con el Antiguo Testamento (véase Sal. 139:21-22) –, sino que debemos aborrecer lo que Dios aborrece: el pecado. ¿Acaso no corremos el peligro de acostumbrarnos a cosas que esta sociedad acepta pero que la Palabra de Dios llama pecado? Amemos al pecador, pero aborrezcamos el pecado.