Después del martirio de Esteban, se desató una gran persecución contra los creyentes, y la mayoría de ellos se dispersaron por Judea y Samaria. Felipe, uno de los 7 diáconos, fue a Samaria y predicó a Cristo en ese lugar. Muchos escucharon sus palabras, quedando impresionados también por los milagros que realizaba. Esto trajo gran gozo a aquella ciudad. Incluso un hechicero llamado Simón, que hasta entonces había asombrado al pueblo con sus hechicerías, profesó haber creído, luego se hizo bautizar y se mantuvo cerca de Felipe, observando los milagros y las señales que realizaba.
Dios no les dio el Espíritu Santo a estos creyentes samaritanos después de su conversión, tal como suele hacerlo. Él quiso que los apóstoles que estaban en Jerusalén enviaran a Pedro y a Juan para que los creyentes samaritanos recibieran el Espíritu Santo a través de ellos. Con esto, Dios previó y buscó evitar que se formara una iglesia samaritana en rivalidad con la que hasta entonces había, formada por creyentes judíos y prosélitos. Cuando llegaron a Samaria, Pedro y a Juan oraron por estos nuevos creyentes que ya habían sido bautizados. También expresaron comunión con ellos por medio de la imposición de manos. En ese momento, los samaritanos también recibieron el Espíritu Santo. De esta manera, Dios preservó la unidad de la Iglesia y evitó cualquier atisbo de independencia.
Sin embargo, la hipocresía de Simón el mago quedó al descubierto cuando ofreció dinero a los apóstoles para poder transmitir el Espíritu Santo. Pedro le hizo ver la gravedad de su condición ante Dios y lo instó a arrepentirse. Durante su regreso a Jerusalén, los dos apóstoles pasaron por varias aldeas samaritanas predicando el evangelio.