David se tomó un descanso de la batalla por un tiempo. Levantándose de su cama, se paseó por el terrado de su casa. Fue entonces cuando vio a una mujer bañándose. Había llegado el momento de aprender, de la manera más vergonzosa y humillante, que su más fiero enemigo estaba en su interior: la carne. Este enemigo interno era más poderoso que los ejércitos filisteos. David preguntó entonces quién era esa mujer, y cuando supo que era la esposa de Urías, uno de sus leales soldados, debería haberse detenido allí mismo. Sin embargo, cegado por su lujuria, mandó a buscarla y cometió adulterio con ella. Había logrado robar un momento de placer, pero ahora debía cosechar toda una vida de dolorosas consecuencias para él y su casa.
Al enterarse que Betsabé había concebido, David articuló tres artimañas para tratar de ocultar su pecado. Primero trajo a Urías de vuelta de la batalla, y lo envió a su casa, esperando que se acostara con su esposa. Pero esto no funcionó. Luego emborrachó a Urías para debilitar su decisión, pero este plan también fracasó. Finalmente, envió a Urías con una carta para Joab, la cual contenía la sentencia de muerte del propio Urías. La carta instruía a Joab a que pusiera a Urías en la parte más recia de la batalla, y que luego lo dejaran solo para que muriera en manos del enemigo. Cuando David escuchó la noticia de que Urías había muerto, envió a buscar a Betsabé y la tomó como esposa.
La carne en un creyente es capaz de cometer los pecados más graves. ¿Cómo podremos vencer sus pasiones y deseos? Permitiendo diariamente que el Espíritu Santo trabaje en nosotros y crucifique la carne en nosotros. Al intentar encubrir sus pecados, David perdió su comunión con Dios. “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Pr. 28:13). Aunque, en el gobierno de Dios, las consecuencias de sus pecados permanecieron durante toda su vida, David confesó su pecado (véase Sal. 51) y fue restaurado por gracia, recuperando así la comunión con Dios.