En su Evangelio, Marcos relata un acontecimiento formidable al inicio del ministerio de nuestro Señor en Israel (Mr. 1:22-27), al cual le seguirían muchos otros similares. Esto generó que los líderes y estudiosos judíos comenzaran a examinar y evaluar las acciones y las palabras del Señor Jesús. Ellos estaban familiarizados con las Escrituras, y sabían que el Mesías se revelaría justo antes de la llegada del día del juicio (véase Is. 35:5-6; 42:5-7; 49:6; 61:12). Primero se dedicaron a observar, luego a investigar e interrogar al Señor Jesús. Finalmente, los líderes judíos concluyeron que Jesús de Nazaret era culpable de blasfemia, a pesar de que las señales que hacía indicaban que él era el Mesías prometido.
En Marcos 9 encontramos dos contrastes sorprendentes. En primer lugar, Dios aprueba públicamente el servicio de su Hijo: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (v. 7), mientras que los líderes del pueblo lo rechazan públicamente, diciendo que Elías debía venir primero (v. 11).
Mientras el Señor y tres de sus discípulos estaban en el Monte de la transfiguración, el resto de los discípulos estaban tratando de lidiar con el difícil caso de un muchacho que estaba poseído por un “espíritu mudo”. En palabras de su padre, el espíritu, además de mantenerlo mudo, le hacía tener un comportamiento suicida. Finalmente, los discípulos no fueron capaces de expulsar a este espíritu inmundo. Fue entonces cuando el Señor descendió del monte. La gente “se asombró” al verlo, “y corriendo a él, le saludaron”. Su sola presencia (incluso antes de haber expulsado al demonio) cambió todo el escenario. Algunos líderes religiosos practicaban exorcismos, pero nunca se habían enfrentado a un caso como este. ¿Cómo lo haría Jesús de Nazaret, el que había sido rechazado por los líderes? Leamos con atención todo el pasaje, pues está lleno de instrucción y aliento. Nos limitaremos a decir que el Siervo humilde solucionó con éxito lo que ningún otro ser humano pudo hacer.