Manasés fue el rey más impío y malvado en la historia de Judá, a pesar de que su padre fue el piadoso rey Ezequías. Leemos: “Manasés, pues, hizo extraviarse a Judá y a los moradores de Jerusalén, para hacer más mal que las naciones que Jehová destruyó delante de los hijos de Israel” (v. 9). Esta situación continuó durante mucho tiempo, pues Manasés reinó 55 años. Después de ignorar muchas advertencias de Dios debido a su orgullo, finalmente fue llevado cautivo por el rey de Asiria y encadenado (v. 11).
Dios se valió de esta aflicción para tocar el corazón de Manasés y hacerle ver su verdadera condición a los ojos de Dios. Esto logró quebrantar la obstinación de su rebelión. A un hombre lleno de orgullo, que ha perseverado arrogantemente en su maldad por mucho tiempo, le resultaría muy difícil humillarse, pero la bondad de Dios es capaz de conducir incluso a alguien así al arrepentimiento. Manasés se humilló profundamente, orando con un corazón contrito y humillado a Dios.
Nuestro Dios no puede dejar de responder favorablemente a una oración así, por muy grande que haya sido la maldad de Manasés. Este es un testimonio extraordinario en el Antiguo Testamento acerca de Dios: él siempre ha sido un Dios de gracia. El corazón de Manasés cambió. Dios le permitió volver a su reino y le dio la oportunidad de deshacer públicamente parte del mal del que había sido culpable públicamente. Todo esto fue un testimonio sorprendente de la gracia de Dios.
Sin embargo, las consecuencias a largo plazo de su reino malvado no pudieron ser revertidos, y el pueblo sufrió por mucho tiempo en el futuro debido a esto. La gracia de Dios, aunque es maravillosa al perdonar plenamente al pecador que cree en Jesús, no deja de lado su justo gobierno. Los cristianos también debemos aprender esto.