Transcurría el año 1859. Un barco, sobrecargado de pasajeros, navegaba en las aguas del Misisipi. Muchos de ellos eran mineros que volvían de las minas de oro del noroeste de los Estados Unidos. De repente el barco tropezó con un gran tronco medio sumergido y comenzó a hundirse. Los pasajeros se precipitaron a los botes salvavidas. Algunos se lanzaron al agua. Pero uno de ellos se hundió como una piedra hasta el fondo del río. Cuando hallaron su cuerpo, se descubrió que todos sus bolsillos estaban llenos de pepitas de oro, pepitas que los mineros habían abandonado para salvar su vida. En algunos instantes este hombre, antes de lanzarse al agua, se apoderó de todas las riquezas que pudo tomar. Esto le costó su vida.
El comportamiento de este hombre puede parecernos insensato, pero, ¿no arroja una gran luz sobre el nuestro? El objetivo de mi vida, ¿es tener el mundo a mi disposición, con sus riquezas, sus placeres, eventualmente acompañadas de algunas buenas obras para darme buena conciencia?
Toda esta adquisición, sin valor para Dios, solo puede cargarme cuando comparezca delante de él, y conducirme, no al fondo del río, sino a los tormentos eternos (2 Tesalonicenses 1:9). Dios no quiere que nuestra alma se pierda. Él pagó el precio para salvarla. Jesús, su Hijo, sufrió el castigo que merecían nuestros pecados. Entonces Dios puede quitar para siempre la culpabilidad de todo el que cree en él, lo cubre con su justicia que le da acceso al cielo. ¿Dudaremos en hacer la buena elección?
Génesis 32 – Mateo 18:15-35 – Salmo 18:7-15 – Proverbios 6:1-5