Durante cierto tiempo, siendo aún pequeño, el tema de mi alma me atormentaba. Sabía que era pecador y que Jesús había muerto por mí. Yo aceptaba su sacrificio, y oraba, pero no tenía paz. Leía mi Biblia, sabía de memoria los pasajes que presentan el Evangelio, y repetía: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16); ponía mi nombre en cada lugar donde en ese maravilloso versículo podía insertarlo. Sin embargo, no sentía en mí la presencia de esa vida eterna ni experimentaba esta paz tan deseada.
No obstante quería terminar con esta inquietud persistente. Suplicaba al Señor que me liberara. Un día, pensando en el versículo tan conocido: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”, tomé una hoja de papel y escribí la maravillosa igualdad:
Creer en el Señor Jesús
Creer en el Señor Jesús es mi responsabilidad. Ser salvo depende solo de Dios. Él, en su gracia, decidió que el hecho de creer conduce inevitablemente al hecho de ser salvo. El que cree en Jesús puede decir sin pretensión: soy salvo.
Esta gracia divina se hace cargo del estado del más grande de los pecadores, si él se arrepiente. Cristo pagó por él en la cruz.
Génesis 30 – Mateo 17 – Salmo 17:10-15 – Proverbios 5:15-20