En la multitud que rodeaba a Jesús algunos preguntaban: ¿Quién es él? Puesto que hacía el bien, sin duda era un profeta.
Si le hago la misma pregunta, tal vez usted me responderá como mi vecino: Es un hombre de bien, excepcional. Lo condenaron injustamente.
Pero, ¿qué respondió su discípulo Pedro? Tú eres el Hijo del Dios viviente. Y Jesús le dijo: “Bienaventurado eres”. Más tarde Jesús aún declaró: Yo soy el Hijo de Dios, mi Padre me envió al mundo; he descendido del cielo.
¿Cree usted esto? ¿Cree también que después de haber sido crucificado, Jesús resucitó y subió al cielo, como lo narra el Evangelio? Usted dirá: No llegaré tan lejos; Jesús era un hombre como nosotros, yo también trato de hacer el bien.
Seamos claros: Jesús es el Hijo de Dios. No creerle es decir que él es mentiroso, es hacer de él un impostor. Es asociarse a los que lo mataron por este motivo: “porque tú, siendo hombre, te haces Dios” (Juan 10:33). Pedro tuvo el gran honor, que también nos es propuesto, de conocerlo como el Hijo de Dios. Había tenido que admitir: “soy hombre pecador” (Lucas 5:8), para unirse a Aquel que iba a salvarlo.
No pasemos a la ligera: recibamos estas expresiones de Pedro y meditemos en ellas: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. “Soy hombre pecador”. Si no reconocemos que Jesús es el Hijo de Dios, el Salvador, a menudo es porque nos negamos a reconocer que somos pecadores. Sin embargo, no podemos escondérnoslo.
Génesis 9 – Mateo 6:19-7:6 – Salmo 5:8-12 – Proverbios 2:10-15