“Fue muy duro, viví un verdadero calvario”. Esta expresión, utilizada por un deportista después de su maratón, comúnmente designa una prueba larga y dolorosa. Pero, ¿pensamos en el origen de esta palabra? El Calvario es una pequeña colina situada cerca de Jerusalén, donde Jesucristo fue crucificado. ¿Por qué este término despierta un eco grave y solemne en el corazón de los cristianos? Porque fue allá, en ese lugar de la “Calavera” (en latín “calvaria”, que dio origen a la palabra calvario), donde Jesús su Salvador sufrió el suplicio de la crucifixión y expió los pecados de los que creen en él. Sin embargo, esto fue, no una derrota, sino una victoria, porque la muerte no pudo retenerlo; sí, Jesús resucitó (Mateo 28:6).
Este triunfo del amor divino sobre el odio, del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte, es el mensaje central del cristianismo. Sin esta victoria de Jesús en la cruz, el hombre estaba condenado por el Dios santo. Además de los sufrimientos infligidos por los hombres, Jesús tomó sobre sí mismo el castigo divino que nosotros merecíamos. Con esta única condición, Dios, quien ama a los pecadores, puede concederles gracia y vida eterna.
La muerte de Jesús, testimonio elocuente de la compasión y misericordia de Dios, es el precio pagado para dar la vida al creyente. En el Calvario, Cristo “como oveja a la muerte fue llevado” (Hechos 8:32), y allí “padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). “Fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25).
Génesis 29 – Mateo 16:13-28 – Salmo 17:6-9 – Proverbios 5:7-14