Dejó el cielo para convertirse en un hombre. Al nacer fue acostado en un pesebre, fue un niño dependiente de María, su madre. Estuvo sumiso a sus padres, trabajó para ganar su sustento, vivió en la pobreza (2 Corintios 8:9).
En su ministerio, sin domicilio propio, iba de un pueblo a otro para aliviar los sufrimientos físicos o morales, sanaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, a los excluidos. No tenía en cuenta su propia sed, su hambre ni su cansancio.
Fue incomprendido y menospreciado, hasta por sus amigos y su familia. Fue negado y abandonado por los que estaban más cerca de él, y traicionado por uno de ellos.
Al final de su servicio de unos tres años, aunque era inocente, fue arrestado, insultado, azotado, condenado y crucificado. Con todo, durante ese tiempo, pidió a Dios que perdonara a los que lo ultrajaban. Muriendo para salvarnos, Jesús, quien nunca había pecado, fue hecho pecado “por nosotros” (2 Corintios 5:21). Él sabía con anticipación todo lo que le iba a suceder (Juan 18:4), pero aceptó voluntariamente recorrer su camino de sufrimiento hasta la cruz, para la gloria de Dios su Padre y por amor a nosotros.
Resucitado, apareció a los suyos para fortalecer su incipiente fe. Ascendido al cielo junto a su Padre, envió al Espíritu Santo a la tierra para acompañarnos.
Ahora, en el cielo, Jesús espera el momento de tener a los suyos junto a él. Y se ocupa de ellos, respondiendo a sus necesidades diarias.
De él queremos hablarle en este calendario.
Génesis 5 – Mateo 5:1-20 – Salmo 4:1-3 – Proverbios 1:24-33