El cristianismo nos ofrece todo lo que necesitamos para satisfacer divinamente nuestras almas. ¿Qué nos da a cambio de lo que nos quita? Nos brinda riquezas inescrutables en vez de basura y escoria. Nos otorga una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos (1 P. 1:4), en lugar de una burbuja frágil y efímera en el transcurso del tiempo. Nos da a Cristo, la alegría del corazón de Dios, el objeto de la adoración celestial, el tema central de los ángeles, la luz eterna de la nueva creación, en lugar de unos breves momentos de gratificación pecaminosa y placer culpable. Y nos brinda una eternidad de dicha y gloria inefable en la Casa del Padre celestial, en lugar de una eternidad en las terribles llamas del infierno.
¿Qué opina usted de estas cosas? ¿No es un buen intercambio? ¿No podemos hallar en esto las razones más convincentes para renunciar al mundo? Todas estas razones podrían resumirse en un enunciado:
No solo le damos la espalda a Egipto (figura del mundo), sino que también nos alejamos lo suficiente de él como para no volver jamás. ¿Y con qué propósito? Para celebrar “fiesta en el desierto” al Señor, no para ser sombríos, amargados o cínicos. Es cierto que es “en el desierto”, pero el desierto se convierte en el cielo cuando tenemos a Cristo con nosotros. Él es nuestro cielo, la luz de nuestros ojos, la alegría de nuestros corazones, el alimento de nuestras almas. Incluso el cielo no sería el cielo sin él, y el mismo desierto se transforma en el cielo debido a su amada, brillante y satisfactoria presencia en el alma.