Satanás se opuso a Cristo con todo su odio y energía. Desde su nacimiento, intentó matarlo a través del edicto de Herodes. Al comienzo de su ministerio público, lo tentó diciéndole: “Si eres Hijo de Dios…” haz esto o aquello (Mt. 4:3, 6). Estos ataques continuaron cuando el Señor estuvo en la cruz. Sus enemigos le decían: “Se encomendó a Jehová; líbrele él”. Pero el Señor mantuvo su confianza en Dios.
Los líderes religiosos lo rechazaron, aquellos que debieron haber sido los primeros en reconocerlo y recibirlo. Se burlaron diciendo: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar” (Mt. 27:42). El pueblo, a quien había servido de manera maravillosa, pasaba por su lado meneando la cabeza y diciendo: “Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo” (Mt. 27:40). Los gobernantes, Herodes y Pilato, lo abandonaron y se burlaron de él (Lc. 23:11). Los soldados, quienes le habían puesto una corona de espinas en su cabeza, se postraron ante él y le dijeron: “¡Salve, Rey de los judíos!”. Los que estaban crucificados junto con él, le dijeron: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lc. 23:39).
Durante su vida, Jesús no tuvo un lugar donde reposar su cabeza, pero en el Calvario no tuvo ni siquiera donde apoyar sus pies, pues estos fueron clavados a la cruz y levantados de la tierra. El hombre no lo quería. Pero, por encima de todas las cosas, lo más sorprendente es que Dios lo desamparó en la cruz, y el Señor clamó a gran voz, diciendo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Sin embargo, a pesar de todo, el Señor Jesús mantuvo su confianza y seguridad en Dios.
¡Qué ejemplo el de nuestro Señor Jesús! Tengamos el ánimo y la decisión de confiar en Dios, incluso cuando otros nos abandonan o nos decepcionan, porque Dios está con nosotros.