¡Qué hecho tan asombroso se nos presenta en esta corta frase! Nos habla de aquel que era antes que el tiempo existiera (v. 1), que puso en movimiento a todas las fuerzas de la naturaleza e hizo que el universo palpitara de vida. Él es la expresión exacta de los pensamientos infinitos y la gloria eterna de la Deidad. Y lo más sorprendente de todo es que él (el Verbo eterno), que siempre ha sido y siempre será, se hizo carne y habitó entre nosotros. Participó de carne y sangre para poder acercarse a nosotros sin causarnos terror. Es por esto que las almas que lo han recibido están tan llenas de asombro y adoración a él.
No vino como un rey que visitaría a sus súbditos en sus humildes hogares, hablando palabras amables con ellos, para luego irse y olvidarse de ellos: no, él habitó entre nosotros. No había distanciamiento con él; entró en las circunstancias de la vida; participó en las alegrías y tristezas de los hombres; y también los visitó en sus hogares. Se acercó a ellos, se hizo infinitamente accesible incluso para los más pobres y pecadores.
¡Qué encanto tan inagotable y creciente tiene esto para nuestras almas! Es infinito en altura y profundidad. La gracia y la verdad están en Aquel que habitó entre nosotros, incluso cuando habitaba en el seno del Padre como el Hijo unigénito. Ha traído el amor de ese seno a nosotros y lo ha revelado, no para ser admirado solo en el día de reposo en el templo, sino para obrar todos los días de la semana, sin descanso, para aliviar las necesidades de los hombres y llenar sus almas de alegría.
La verdad estaba en él. Vino de la gloria de Dios para revelarla y trajo la gracia que satisfaría nuestras necesidades más profundas. Llenó la inconmensurable distancia entre la altura y la profundidad con la luz de su propia gloria.