Pablo había llegado al final de una larga vida llena de sacrificios para su Señor. Las marcas de sus sufrimientos se mostraban en su cuerpo. Usando metáforas inspiradoras, él describió al cristiano como un soldado, un atleta y un labrador; y a sí mismo como el modelo y ejemplo de cada uno de ellos.
Como soldado, Pablo pudo decir: “He peleado la buena batalla”. Había sufrido “penalidades”; se había desprendido de los “negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Ti. 2:3); y se había vestido de toda la armadura de Dios en la batalla contra principados, potestades, gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad (Ef. 6:10-18). Había peleado en la batalla, y ahora estaba a punto de recibir su recompensa, pero no sin antes exhortar a Timoteo y a nosotros a seguir peleando la buena batalla de la fe (1 Ti. 1:18; 6:12).
Como atleta, Pablo había terminado su carrera. La pista de atletismo representaba la longitud de una carrera olímpica: 600 pies en medida griega o 1/8 de milla romana. Figurativamente, representaba toda la carrera cristiana. El punto de partida era la cruz, y la meta era ganar a Cristo. Debía correrse con paciencia y disciplina. En relación con el premio, Pablo nos urge de la siguiente manera: “Corred de tal manera que lo obtengáis” (1 Co. 9:24-27).
Como labrador (2 Ti. 2:6), Pablo había “guardado la fe”. La fe es todo lo que habla de Cristo. ¿Cómo lo había hecho? No la había escondido ni la había ignorado, sino que la había utilizado para edificación de los creyentes. La había predicado sin reservas ni temor: “No he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios”, les dijo a los ancianos de la iglesia en Éfeso (Hch. 20:27). Pablo no consideraba su vida como valiosa para sí mismo, sino que quería terminar su carrera con gozo y cumplir así el ministerio que había recibido del Señor (véase Hch. 20:24).