La acción de dar al Señor está estrechamente asociada con nuestra adoración y trae como consecuencia la bendición. En Génesis 14:20, leemos cómo Abraham dio a Melquisedec (figura del Señor Jesús) una décima parte de los bienes que había tomado en la batalla contra los reyes de Mesopotamia. Israel debía dar la décima parte de las bendiciones que Dios le había concedido con el fin de sustentar a los levitas y a los pobres. Además de este mandamiento, Dios esperaba que ofrecieran voluntariamente de sus bienes durante las fiestas señaladas.
¿Cómo no querer retribuir a Aquel que tanto nos ha dado? Dios entregó a su amado Hijo unigénito para que muriera por nosotros. Él nos provee fielmente para nuestras necesidades diarias. Además, ¡nos ha dado abundantemente todas las cosas para que las disfrutemos! Por lo tanto, es justo y apropiado que, cuando nos reunimos para recordarlo, anunciar su muerte, agradecerle y adorarlo, también le demos algo a él y compartamos de lo que tan generosamente nos ha dado, “porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13:16).
De hecho, lo que le damos, él lo considera un “olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios” (Fil. 4:18). Nuestro Señor Jesús mismo dijo: “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hch. 20:35). Y lo que le damos al Señor no se pierde, sino que se invierte de forma segura, pues, en su gracia, Dios quiere hacerlo fructificar para suplir las necesidades materiales y espirituales de los suyos (véase 2 Co. 9:8).