El apóstol Pablo se vio en una encrucijada mientras servía al Señor. Iba camino a Jerusalén y sabía que allí lo iban a arrestar, pues Dios se lo había dicho bien en claro. ¿Qué hubiéramos hecho en su lugar? Tal vez habríamos intentado evitar la situación. Sin embargo, Pablo no buscó meterse en problemas, lo que queda bastante claro al leer el libro de los Hechos, pues en él se registran varias ocasiones en las que se fue de una ciudad o evitó una situación debido al peligro.
Sin embargo, Pablo se dirigía a Jerusalén atraído por algo que era superior a su propia comodidad. Él quería acabar su carrera con gozo y cumplir el ministerio que había recibido del Señor Jesús. Sabía que tenía un camino trazado para él. Se trata de la carrera mencionada en 1 Corintios 9:24, la cual conduce a una corona incorruptible si permanecemos en ella. Esta carrera implica exigencia y resistencia, como cualquier corredor, y Pablo tenía la intención de acabar esta carrera, que no consistía solo en llegar al final de su vida, sino llegar a la meta de una manera que honrara a Dios. Si se desviaba de su camino, entonces estaría abandonando la carrera y despreciando su objetivo.
Por lo tanto, es maravilloso leer lo que Pablo escribió unos 10 años después: “He acabado la carrera” (2 Ti. 4:7). Esto lo escribió después de pasar por circunstancias muy adversas: un encarcelamiento, un intento de asesinato, peligros en altamar, un arresto domiciliario en Roma y luego una liberación, pero luego experimentó otro encarcelamiento y, finalmente, se enfrentó a un juicio y a su más que seguro martirio. Algunas personas pueden declarar su lealtad al servicio de Dios en un momento, para luego seguir sus propios deseos más tarde. Sin embargo, Pablo, al igual que su Maestro antes que él (Jn. 17:4; 19:30), pudo reflexionar acerca de la obra de su vida y afirmar que había acabado la carrera.