Las historias de Jesús resucitando a los muertos nos entregan lecciones espirituales muy importantes. Primero, nos muestran un anticipo de la victoria del Salvador sobre la muerte. La hija de Jairo estaba a punto de morir; el hijo de la viuda de Naín había muerto y estaba siendo llevado al lugar de su sepultura; y Lázaro llevaba cuatro días en la tumba.
El segundo aspecto valioso de estas historias es cómo las almas crecen bajo la dirección divina. La hija de Jairo (Mr. 5:23) se levantó y caminó -esto puede representar el testimonio de “novedad de vida” que se da en el hogar luego de nacer de nuevo. El hijo de la viuda de Naín se sentó y comenzó a hablar (Lc. 7:12) -esto puede representar el testimonio público que se da al levantarse a hablar para edificar, exhortar y consolar a otros. Mientras que Lázaro, después de ser resucitado, lo vemos sentado a la mesa con Jesús -esto puede ilustrar la comunión de todos los que han resucitado juntamente con Cristo (Ef. 2:5-7).
La tercera lección es que tenemos trabajo por hacer. Jesús es el único que puede resucitar a alguien de entre los muertos, pero nos invita a participar en su obra. En el caso de la niña, él mandó que le dieran algo de comer (Mr. 5:43). Todos necesitamos alimento espiritual adecuado para nuestra edad y condición. Al joven que se sentó y habló se le entregó al cuidado de su madre (Lc. 7:15). El ministerio público trae sus alegrías, pero también sus presiones, y el Señor es consciente de esto y de la necesidad de consuelo. A quienes estaban cerca de Lázaro les dijo: “Desatadle, y dejadle ir” (Jn. 11:44). Las almas necesitan ser liberadas del mundo para sentarse a la mesa con él. Todo esto y más es el cuidado divino que se provee para las almas, cuyos resultados dan gloria al Señor.