Desde el mismo comienzo del cristianismo en Pentecostés (Hch. 2), podemos ver cómo el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Ro. 5:5). De hecho, “el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” (1 Jn. 3:17-18). Por eso, en la Palabra se nos pide que no amemos no solo con palabras, sino “de hecho y en verdad” (1 Jn. 3:17-18).
Los primeros cristianos en Jerusalén compartían todo sin estar obligados a hacerlo. Vendían sus cosas y ponían el dinero a los pies de los apóstoles para que este se distribuyera según las necesidades. Este amoroso cuidado continuó por algunos años bajo la guía del Espíritu, pero luego la carne se manifestó a través de la falsedad y la murmuración. A medida que la Iglesia crecía y se extendía por todo el Imperio romano, los procedimientos para llevar a cabo este cuidado de amor se volvieron más engorrosos, especialmente cuando se trataba de ayudar a los necesitados en Judea, ya que se debía transportar materialmente el dinero.
Pablo y sus colaboradores se preocupaban por sus hermanos pobres en Jerusalén con gozo y diligencia (Gá. 2:10). Para hacerlo, se recogían donaciones entre las iglesias formadas principalmente por gentiles. Sin embargo, en aquellos días no existían billetes, cheques ni giros bancarios, y las monedas de metal tenían que ser trasladadas por hermanos de confianza. Por lo tanto, ayudar a los santos necesitados era, y aún es, un trabajo de amor para el Señor. ¿Participamos en esta obra de amor? ¿De qué manera?