«Para un ateo como era yo, Dios era un delirio de la imaginación, un cuento para adultos, “el opio del pueblo”, según la fórmula del filósofo Marx. A mi alrededor veía mucho sufrimiento, violencia e injusticia. Esto me alcanzaba y, mientras trataba de protegerme, participaba en ello sin siquiera darme cuenta. Frente a esta realidad, me construía una clase de caparazón. Cuando tenía entre 15 y 16 años de edad, comencé a descubrir el alcohol, la droga… En estas cosas creía encontrar un refugio donde me sentía bien… Pero a la vez desarrollaba cierto odio. Exteriormente presentaba la fachada de un joven feliz, exitoso en sus estudios, a quien en apariencia no le faltaba nada, mientras en realidad moralmente era pobre, ciego y miserable.
Huía de mi sufrimiento interior por medio de placeres efímeros que, al final, no resolvían nada, sino que deterioraban mi realidad cotidiana llenándome de vicios destructores.
Cuando tenía 20 años conocí a un compañero de estudios, cristiano, que leía la Biblia cada vez que disponía de un momento libre. Yo veía que los otros alumnos lo consideraban como ¡miembro de una secta! De mi parte, por curiosidad y honestidad intelectual, quería saber lo que él podía decir al respecto de sus creencias. Esta era la ocasión para saber más sobre ese Dios en quien yo no creía verdaderamente. ¡En el fondo, yo quería más bien desenmascararlo y acabar de una vez por todas con ese tema!».
Jueces 11:12-40 – Apocalipsis 13 – Salmo 145:1-7 – Proverbios 30:11-14