«Crecí en Egipto, en una familia cristiana, amparándome en la fe de mis padres. Cuando llegué a la adolescencia, esto no me satisfacía más. En mi espíritu crecía un vacío, pero, ¿por qué?
En cierta ocasión mi hermano asistió a un campamento cristiano y volvió irreconocible. Su mal carácter había dado lugar a una actitud amable, y con dulzura me invitó a asistir al siguiente campamento.
El primer día el predicador habló de alguien que se parecía mucho a mí. “¿Se considera bueno, e incluso cree ser un buen cristiano, sin tener a Jesucristo en su vida?”. Ese hombre, ¿me hablaba a mí, o a personas que hacían mal? Me sentí confundida… Una tarde nos propuso: “Los que quieran entregar su vida a Jesucristo, levántense y oremos juntos”. Algunos se levantaron, pero yo me quedé sentada, diciéndome en voz baja: “Soy una buena cristiana”. Un poco más tarde el predicador nos invitó una vez más a ir a Jesús. Entonces comprendí que debía decidirme. Mi lengua se desató y oré: “Señor Jesús, quiero conocerte. Gracias por haber muerto en la cruz por mí. Te pido que vengas a mí y seas mi Salvador. Gracias por amarme, por haber perdonado mis pecados y por darme la vida eterna. Ayúdame a ser la persona que tú quieres que yo sea. Amén”.
Cuando volví a la casa, ¡qué cambio en mi vida! Y mi Biblia, que yo no leía, empecé a devorarla para saber más de Dios y hablarle todos los días. Mi vida tomó un sentido. Al fin comprendí en qué consistía la fe de mis padres».
Jueces 5 – Apocalipsis 5 – Salmo 140:6-13 – Proverbios 29:21-22