En un pueblo de Vaucluse, Francia, donde me jubilé, vive un cristiano muy anciano. A menudo, y a pesar de su sordera, tenemos conversaciones muy edificantes sobre el Evangelio y nuestro común Salvador.
Nuestro valle está expuesto a violentas tormentas, sobre todo durante la noche. En el transcurso de una de ellas, particularmente impresionante, verdaderas ráfagas de agua cayeron en la cuenca del río más arriba del pueblo.
Según su costumbre, mi amigo cristiano se había levantado hacia las cinco de la mañana para orar. Estando de rodillas, le pareció oír un llamado de auxilio. Rápidamente se vistió y fue a la casa de un vecino para despertarlo y decirle que había escuchado un llamado. Poco convencido, pero sin atreverse a negarle su ayuda, el hombre decidió sacar su automóvil, proveyéndose de una cuerda para mayor tranquilidad. Así partieron e iban muy atentos a los eventuales llamados. Sin embargo, el ruido del agua y de los truenos dominaba todo. Mientras subían por la carretera que bordeaba el arroyo, repentinamente el chofer constató que la calzada había sido arrastrada. Y allí, en medio del fango que reemplazaba al asfalto, vieron a un hombre aferrado a la cabina de su camión. El rescate pudo efectuarse. Apenas lograron sacar del peligro al hombre, el camión se fue a la deriva. Mientras oraba, el anciano había escuchado el llamado de auxilio de este hombre.
Dios aún hace milagros: “Hace a los sordos oír, y a los mudos hablar” (Marcos 7:37), Dios aún escucha la oración del hombre piadoso (Salmo 32:6).
Éxodo 21 – Hechos 15:36-16:10 – Salmo 31:14-20 – Proverbios 11:7-8