En el Evangelio según Marcos, se menciona siete veces el asombro. Aunque se utilizan distintas palabras para este asombro, todas provienen de la misma raíz en griego. Una de las ocasiones en las que se usa es cuando varias mujeres se asombraron mucho (“se espantaron”). Habían visto cómo pusieron el cuerpo del Señor Jesús en una tumba, y cómo los romanos sellaron la entrada con una gran piedra: cualquiera que abriera el sepulcro se exponía a la pena de muerte. Pero cuando fueron a visitar el sepulcro, ¡se asombraron mucho al ver que este estaba abierto y el cuerpo de Jesús no estaba allí!
Luego, se encontraron a un ángel, el cual representa la santidad y la justicia de Dios: un testimonio solemne de que Cristo había resucitado. Su resurrección fue el mayor de sus milagros, pues Jesús no pudo ser retenido por las cadenas de la muerte. Su cuerpo no vio corrupción, a pesar de haber estado en la tumba la tarde del viernes, todo el sábado y parte de la mañana del domingo (tres días según la forma de contar de los judíos). Sí, Jesús había sido crucificado, había muerto y había sido puesto en un sepulcro nuevo. ¡Pero ahora, “ha resucitado!” y ha entrado en una nueva realidad, ya no está en ese lugar. Estos hechos confirman de manera absoluta la certeza de la resurrección de Cristo, cumpliendo así las Escrituras (1 Co. 15:3).
Jesús resucitado, poco después de ser exaltado, envió al Espíritu Santo a sus discípulos para que fueran sus testigos. El Libro de Hechos nos muestra cómo los discípulos se convirtieron en Sus instrumentos. Los habitantes en Jerusalén pudieron presenciar cómo Jesús Nazareno, que había sido rechazado, ahora obraba desde el cielo, a través del Espíritu Santo y sus discípulos. “Se llenaron de asombro” al ver cómo un hombre, cojo de nacimiento, saltaba y caminaba (Hch. 3:10-11). ¡El Señor sigue obrando maravillosamente hoy en día!