El relato del nacimiento de Jesús es leído con frecuencia en esa fecha. Pastores ocupados de vigilar sus rebaños durante la noche fueron súbitamente rodeados por “la gloria del Señor”. Un ángel les anunció un tema de gran gozo: el nacimiento del Salvador. Imaginémonos la emoción de esos pastores: iluminados por una luz sobrenatural en medio de la noche, tuvieron el increíble privilegio de escuchar una multitud de ángeles anunciar su mensaje de paz a la tierra. Hubieran podido contentarse con felicitarse y festejar. ¡Pero no lo hicieron! Para ellos lo más importante era ir a ver al niño Jesús acostado en un pesebre. “Pasemos, pues, hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido, y que el Señor nos ha manifestado” (v. 15). Eran conscientes de que el regalo que Dios les hacía no era el momento excepcional que acababan de vivir, sino el niño recién nacido, el Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvar al mundo.
Usted y yo, cuando escuchamos el hermoso relato del nacimiento de Jesús, no nos quedemos con una emoción pasajera cuyo efecto tranquilizador será de corta duración. Dios quiere darnos una bendición mucho más grande, una paz definitiva; quiere que recibamos concretamente el regalo que nos ha dado: “su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).
“Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Isaías 9:6).
Jueces 16 – Apocalipsis 18 – Salmo 147:1-6 – Proverbios 30:24-28