En los evangelios Jesús repite varias veces que para entrar en el reino de Dios es necesario hacerse “como niños”. Esto me hizo reflexionar mucho, porque mi tendencia es más bien creer solo lo que mi inteligencia puede entender. Pero como realmente quería entrar “en el reino”, acepté ser como un niño, en lugar de intentar analizarlo todo.
Desde entonces he notado que las personas que tienen una relación profunda con Jesucristo son sencillas en su comportamiento y forma de pensar. Esta característica hace que se parezcan a los niños. ¿Cuál es la principal diferencia entre un adulto y un niño? El niño confía, se apoya en alguien mayor que él, y, sobre todo, confía en los que le muestran amor. El adulto, en cambio, cree que puede juzgar todo por sí mismo. ¡Quiere ser su propio dueño!
Por mi parte, solo he podido tener una relación directa con Jesucristo en la medida en que he aceptado hacerme pequeño. Nos acercamos a Dios, no cuando nuestra inteligencia flaquea, sino todo lo contrario, cuando se libera de lo superficial y busca lo vital, lo que la sencillez de un niño le hace percibir. Cuando el sufrimiento no produce rebeldía en nosotros, puede ayudarnos a derribar el caparazón de nuestro orgullo y a encontrar a Jesucristo, quien está muy cerca de nosotros. ¡Confiemos en él, pues nos ama!
“Encomienda al Señor tu camino, y confía en él; y él hará” (Salmo 37:5).
Ezequiel 31 – 1 Tesalonicenses 2 – Salmo 40:6-12 – Proverbios 13:4