Cuando Dios creó al hombre, lo hizo a su imagen. La intención divina era tener una relación de confianza con su criatura. No creó un ser que tuviera solo instinto natural, un ser programado para responder siempre exactamente a la voluntad de su Creador. De ser así, el hombre habría sido solo un robot cumpliendo sistemáticamente las funciones para las cuales habría sido formado. Mas el ser humano, siendo hecho a la imagen de su Creador, está dotado de una capacidad de decisión que lo hace responsable de sus actos. Para demostrar esta responsabilidad, Dios fijó a Adán un campo preciso, abundantemente provisto de los recursos necesarios para su bienestar. El único límite establecido era la prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal.
Por desdicha el test puso en evidencia, ya en nuestros primeros padres, la desconfianza, el orgullo y la insumisión a Dios. Esto provocó la ruptura de sus relaciones con su Creador, lo que conduce a la perdición eterna. Pero Dios quería darnos el remedio de su gracia. Por eso elaboró el plan de la salvación mediante el sacrificio voluntario de Jesucristo, quien vino a la tierra para compartir nuestra humanidad. Su vida perfecta le dio el derecho de constituirse en la víctima santa, única capaz de satisfacer la justicia y la santidad de Dios, dando al mismo tiempo libre curso a su amor.
“Por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:21-22).
Ezequiel 30 – 1 Tesalonicenses 1 – Salmo 40:1-5 – Proverbios 13:2-3