Pasado el sábado, las mujeres que habían seguido al Señor durante su ministerio se apresuraron a comprar especias aromáticas para tributar a su amado Maestro los últimos honores que se deben a un difunto. Deseaban cumplir con fidelidad y amor lo que estimaban deberle a aquel que las había salvado y amado tanto. Pero, cuando llegaron al sepulcro, ya era demasiado tarde: la tumba estaba vacía.
Resucitado por el poder, la justicia y el amor del Padre, el Señor había dejado la tumba victorioso. Con la salida del sol, no solo empezó un nuevo día, sino también, como se podría decir, una nueva creación. El Señor permaneció en la tumba hasta que el sábado, el séptimo día, terminara y comenzara el primer día de la semana. En los propósitos de Dios, el séptimo día debía marcar el fin de la antigua creación, de la antigua era, y el primer día introducir una nueva. Por eso, Dios resucitó a Jesús el primer día de la semana, colocándole a la cabeza de una nueva creación, “para que en todo tenga la preeminencia” (Colosenses 1:18).
El hecho de que el Señor haya resucitado el primer día de la semana señala ese día; es “el día del Señor”, el domingo, un día de regocijo para los cristianos. Consagrémosle ese día con gozo y agradecimiento. Utilicémoslo para reunirnos con los hijos de Dios, particularmente para empezar juntos el servicio de adoración que pronto cumpliremos de manera perfecta en el cielo. Así hacían los primeros creyentes “el primer día de la semana, reunidos los discípulos…” (Hechos 20:7).
Isaías 27 – 1 Pedro 2:11-25 – Salmo 45:1-5 – Proverbios 13:22-23