El apóstol Pedro subraya el alto costo de nuestra redención. Compara la sangre de Cristo con las cosas que el mundo estima más valiosas, como la plata y el oro, y las llama “cosas corruptibles”. El Salmo 49 confirma este pensamiento: “Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano” (vv. 6-7). La redención de nuestras almas es demasiado costosa. Solo Dios podía proporcionar el rescate, y lo ha hecho dando a su único Hijo, el Hijo de su amor. Estas comparaciones nos ayudan a entender y apreciar el valor infinito de lo que Cristo logró cuando derramó su sangre en la cruz. En la Epístola a los Hebreos leemos: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (He. 9:22). Nada más que la sangre de nuestro Señor Jesucristo podía pagar nuestra deuda. «Nosotros teníamos una deuda que no podíamos pagar; mientras que él pagó una deuda que no debía».
¿Qué lo llevó a ir hacia adelante, yendo decididamente a Jerusalén, a pesar de saber anticipadamente lo que le esperaba? Jesús mismo nos da la respuesta: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (He. 10:9). Se complacía en hacer la voluntad del Padre y realizar la obra que se le había encomendado. “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (He. 10:14). Soportó la cruz por amor al Padre y por amor a todos los que confían en él. “También Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef. 5:2).
Dios glorificó a este humilde Nazareno y lo ha hecho Señor y Cristo. Ahora está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas, y todos los que han sido redimidos por su preciosa sangre son aceptos en el Amado, según el propósito eterno de Dios.